“Western melancólico, minimalismo andino y atmósferas cinemáticas” es una buena presentación para Hermanos Gutiérrez, un dúo de hermanos que todo el mundo debería ver -al menos una vez en la vida.
✎ Carlos Noro [◉°]Chechu Dalla Cia
Desde lo alto de los Andes hasta el desierto de Nuevo México, desde Quito hasta Zúrich: la historia de HERMANOS GUTIÉRREZ parece tejida con rutas paralelas que un día decidieron encontrarse en un mismo cauce. Formado por Alejandro y Estevan Gutiérrez, este dúo de hermanos —hijos de madre ecuatoriana y padre suizo— logró, en pocos años, convertirse en una referencia ineludible de la guitarra instrumental contemporánea. Su música, una mezcla de western melancólico, minimalismo andino y atmósferas cinemáticas, sedujo a Dan Auerbach (The Black Keys), quien no solo los produjo en “El bueno y el malo (2022), sino que coescribió con ellos uno de sus temas más íntimos y representativos: Tres hermanos, una pieza que, en vivo, se transforma en un gesto de pertenencia y memoria familiar.
La noche del 5 de abril en C Art Media, en el barrio porteño de Chacarita, fue un nuevo capítulo en esta conexión creciente con Argentina. La sala, con capacidad para 2700 personas, estuvo colmada. Una convocatoria tan notable —muy por encima del promedio para una propuesta instrumental de este tipo— reflejó no solo el impacto real de su música, sino también su lugar en el mapa de lo “cool”. Esa masividad trajo consigo públicos diversos: quienes llegaron con los oídos abiertos, en busca de un viaje interior, y quienes simplemente respondieron al llamado del hype, en una escena que a veces se parece más a una postal de relaciones públicas que a una verdadera instancia de disfrute musical.
El set se abrió con Low Sun, una introducción crepuscular que funciona como ritual de entrada: el silencio, la tensión, las notas que caen como sombras alargadas. Una guitarra lap steel se desliza como el viento caliente entre dunas. La otra, más terrenal, le contesta con acordes secos y nostálgicos. Así comenzó la noche en chacarita, con una apertura sutil, hipnótica, que pareció pedir silencio antes de contar una historia. Desde ese primer compás, quedó claro que HERMANOS GUTIÉRREZ no vinieron a tocar canciones: vinieron a invocar paisajes. La tensión se espesó con Rain God, que pareció elevar una plegaria al cielo gris de alguna imaginaria costa latinoamericana. Un rezo sin letra, apenas sostenido por cuerdas que crujen como ramas secas. Después llegó Thunderbird, más rítmica, más tribal, casi como si el espíritu de un viejo dios del trueno acompañara ese pulso de carretera. Luego, lentamente, la narrativa fue tomando forma con temas como Agua roja, Railroad Vista y Western Bronco el inicio de una suerte de “trilogía” sonora que recorre los distintos rostros de un mismo paisaje: el del desierto como símbolo. A esa primera pieza le siguen, conformando un viaje que va del calor agobiante a la épica del camino, de la introspección a la expansión. En esa secuencia, el dúo logra construir no sólo climas sino también escenas mentales: uno escucha y ve. Uno escucha y recuerda.

Más allá de los momentos más contemplativos —como la bellísimo Tres hermanos, o la envolvente Until we Meet Again, que oficia de despedida flotante—, también hubo espacio para quiebres inesperados, como El bueno y el malo seguido de Cumbia lunar, donde el ritmo toma el cuerpo y la narrativa se abre hacia lo bailable sin romper el hechizo.
El reconocimiento internacional que ganaron en los últimos años, especialmente después de su celebrado Tiny Desk Concert para NPR, les permitió llevar su propuesta instrumental a escenarios de todo el mundo. Y, sin embargo, no pierden la humildad ni la conexión con las raíces. A diferencia de su anterior visita en Vorterix, donde se mostraron más reservados, esta vez Alejandro y Estevan se entregaron con generosidad al diálogo con el público: hablaron, agradecieron, sonrieron, se emocionaron. Incluso dejaron escapar su fanatismo por Boca que desató carcajadas y aplausos. Porque sí: también hay lugar para el folclore futbolero dentro del desierto emocional que proponen. Todo es parte de su devocional amor por latinoamérica que se ha transformado en el combustible poético para sus canciones.
Al final, lo que queda no es solo la destreza técnica ni la belleza de los arreglos, sino una sensación de viaje compartido. HERMANOS GUTIÉRREZ no ofrecen un show, sino una experiencia. Una peregrinación musical que nos recuerda que, a veces, lo más profundo se dice sin palabras. Durante más de una hora invitaron al público a mirar hacia dentro, a dejarse llevar por la música sin mapa ni GPS. En tiempos donde todo exige ser explicado, ellos se animan a dejar que los silencios digan más. Y eso, sin dudas, es un arte.
