Sacerdotes del trueno

Judas Priest es metal. Eso es lo primero que tenemos para decir después de vivir el Masters of Rock en Tecnopolis.

 Lala Toutonian

Europe estuvo muy bien. De verdad, hermoso. La sorpresa le ganó al prejuicio: no eran una one hit band, rockean fuerte y muy épicamente. 
Pero –pero– Judas Priest todo lo opaca, es así.

Scorpions no tocó. Cerraban el festival (¿dudoso que no fuera Judas el elegido para hacerlo? Lo dejamos para otro debate) y antes de que subiera la banda británica, alguien de la producción local junto al manager de los alemanes, anunció que el cantante Klaus Meine, un hombre de casi 77 años, sufría una laringitis que le impediría cantar esa noche. La contracara: Judas alargaría su show para compensar, y como luego diría Rob Halford, en solidaridad metalera con la banda y el público afectados. Detalle no menor: se escuchó un “Uuhh” sin alaridos de la audiencia tras la noticia y un ¡¡¡Oooohhhh!!! eufórico cuando se supo que Judas Priest haría un concierto con más canciones.
O sea, digamos, diría Peluc4.

Ahora bien, en el posteo de Scorpions se puede leer en los comentarios a la gente ¡indignada! por la pobre salud de este señor y hasta conspiralocos denunciando que se anunció a último momento para que la gente no dejara de ir. ¿Quién no iba a ir si se bajaba Scorpions de un festival con un line up metaleramente legendario donde tocaban, además de los tres tándems nombrados, Opeth, Queensrÿche, Savatage, más los locales -entre otros- Against, Entre el Cielo y el Infierno, Horcas y OnOff? ¿Eh? ¿Veintisiete personas?
Freaking come on.

Pero vamos con la crónica de una vez. Empiezo por el final: el infierno no es un lugar, es un sonido. Y es metal, claro.

¿Qué podemos esperar luego de casi veinte temas de una de las tres bandas que conforman la Santísima Trilogía del Bendito Metal Británico de Las Mil Tachas del Infierno que comparten Judas Priest, Black Sabbath y Iron Maiden?

Una euforia hermosa. Cada canción era un martillazo. Empezaron con “Panic Attack” al palo para seguir sin respiro con un clásico y comenzó el headbanging -más tranqui, estamos más grandes- en “You’ve Got Another Thing Comin’”. Un temita más -”Rapid Fire”- y bang, otro estruendo: “Breaking the Law”. 

Halford, cual dios postapocalíptico, gritaba contra la gravedad, contra el tiempo, contra la enfermedad, contra el olvido. ¿Qué son esos agudos únicos? Heridas que nos hacían querer sangrar un poco más.

Abrimos paréntesis para los looks de Halford. (Pasen por su IG y vean.)
Dueño de una mística propia cual chamán de acero, cambiaba de vestuario como quien muda de piel: del cuero negro con tachas a las túnicas plateadas de brillo ominoso, de las camperas largas y pesadas como de inquisidor futurista, a las capas de flecos metálicos que encandilaban al público. Cada entrada con un atuendo nuevo era una declaración: aquí no había nostalgia, había rito. Era la metamorfosis de un guerrero eléctrico que desafía al tiempo vistiéndose de leyenda. Porque es eso precisamente y no tiene que morirse para serlo: ya es leyenda.

Hay un video dando vueltas en la web desde hace rato donde en una entrega de premios dice: “Hi, I’m the gay guy in the band” y estallan los aplausos y las sonrisas, porque -permítaseme una digresión- creo en lo personal que no es fácil ser un señor mayor de tan buen gusto sobre todo en ámbitos rockeros si no sos gay

Cuando terminaban el concierto, el baterista preguntó “¿Qué quieren escuchar?” y el grito unánime fue “Painkiller”.

Qué violencia hermosa, por favor, ese pogo como si quisieran romperse las costillas y el alma en el proceso. Se fueron volvieron con cuatro canciones más y al final, después de “Living After Midnight”, el escenario quedó humeando. El público también. 

Judas Priest no tocó en Tecnópolis. Hizo algo mucho más brutal: abrió una grieta en el mundo. Nadie pidió piedad. Nadie la ofreció.

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