No nos morimos nada

“La vida era más corta”, de Milo J llegó para romper todo

✎ Carlos Rodríguez Puente

Milo J acaba de soltar un disco que no se parece a nada. “La vida era más corta” abre como una grieta en el asfalto: de un lado late el barrio con su fiebre, del otro una memoria antigua que se arrastra en guitarras, bombos, voces que parecen venir de otra vida. 

El tipo tiene dieciocho y ya entendió algo que muchos tardan décadas en aprender: cantar es exponerse. Por eso elige hacerlo sin autotune, con la voz limpia y frágil, como quien cruza un puente de soga sobre el vacío y no quiere red debajo. Ese gesto lo despega de la fauna urbana que corre en manada.

En estas canciones se percibe una tensión rara: son himnos para bailar con los ojos cerrados, pero también plegarias de sobremesa, susurros que no se animan a callar. Hay duelos íntimos y también festejos colectivos. Todo convive, como si la vida misma no hubiera alcanzado a ordenar sus bordes. 

Milo entra y sale de esos paisajes con la naturalidad de un chico que conoce los pasillos del barrio, pero que de pronto se sienta a conversar con fantasmas mayores: la voz de Silvio Rodríguez, Trueno levantando la guardia en clave urbana, Cuti y Roberto Carabajal poniendo a vibrar la raíz folclórica, la luz de una abuela, la tierra que suena en un bombo legüero y que después se enciende en un beat digital.

Y está la otra apuesta: la imagen. En sus videos, en sus portadas, aparece una Argentina marrón, con rostros que brillan en su aspereza, calles sin maquillaje, luz de vereda en verano. Todo lo contrario a aquella Argentina gringa, edulcorada y de utilería que alguna vez intentó fabricar Cris Morena en la televisión.

Y entonces, el summum. El legado de Jaime Dávalos desde ‘Jangadero’ con la voz de Mercedes Sosa encendida como un faro mientras en la pantalla corre un río, una balsa se prende fuego y los pibes miran desde la costa, quietos, con esa mezcla de temor y fascinación que parece arrancada de una novela de Selva Almada. Es ahí donde el disco se vuelve otra cosa: un relato visual, un rito colectivo, una quemadura compartida.

Lo curioso es que, escuchado de corrido, el disco parece una caminata. Empieza en la esquina de Morón y termina en un lugar que no tiene mapa: una tierra donde el trap y el folclore se reconocen como parientes lejanos, donde la voz de un pibe se anima a rozar las voces de los muertos y a dialogar con ellas sin solemnidad. Uno avanza entre canciones como quien cruza el barrio después de la lluvia: hay charcos que reflejan el cielo, hay huellas viejas en el barro, hay chicos jugando a la pelota como si nada.

No hay cierre definitivo, sino una invitación rara: la de volver a empezar, porque quizá la vida sea eso, repetir con variaciones, ensayar con lo poco que nos dieron. Milo J lo entiende a los dieciocho y lo canta como si lo hubiera sabido siempre. Lo que queda, entonces, no es sólo un disco. Es la certeza incómoda de que la música todavía puede decir algo verdadero, sin artificios, y que esa verdad, aunque duela, nos hace sentir un poco más vivos.

Será por eso que no nos morimos nada.

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Publicado el 6 noviembre, 2025

Publicado el 6 noviembre, 2025