Tras unos 8 años sin visitas, y con la particularidad de ser una de las pocas bandas de renombre que han tocado en Rosario, Córdoba y Mendoza, The Cult tocó en Obras y dejó en claro que su pulso rockero es invencible.
✎ Carlos Noro
Hay algo en el arte y en la música que va más allá de lo tangible. Esa dimensión inasible, genera un poder transformador tanto en aquellos que se suben sobre el escenario, como sobre el público que además hace suya la idea de comunión colectiva. De eso también se trata ir a un recital, un hecho mágico en tiempos en donde desde la tranquilidad del hogar uno puede ver casi cualquier show de cualquier grupo que esté en actividad o se haya separado. Esa comodidad va en contra de lo que es vivir un show de rock donde la energía colectiva da nueva forma a la canciones y genera una experiencia, sin exagerar cuasi religiosa. Por eso somos creyentes.
En este punto tanto Ian Astbury como Billy Duffy también lo son y eso los mantiene unidos desde que a principios de los ochentas decidieron cambiar el “Death Cult” a simplemente “The Cult” (la traducción sería “el culto”) toda una declaración de principios en esta idea del carácter metafísico y trascendental de la música. A tal punto la banda se podría decir que el dúo se aferra a esta idea, que el misticismo estuvo desde antes que la banda subiera a escena. Mientras se apagaban las luces y segundos antes que la banda ocupase el escenario un plomo salió con una especie de sahumerio y muy sutilmente realizó la limpieza de energías de cada uno de los lugares que ocuparon la dupla Astbury – Duffy junto a John Tempesta en batería y Charlie Jones en bajo. Luego “El vuelo de las Valkirias” de Richard Wagner fue la introducción elegida para anunciar que el set no iba a ser solo un recorrido por las canciones más reconocidas del grupo, sino que cada una de ellas conformaría un relato épico por los distintos estados y sensaciones que propone la discografía del grupo.
Desde el momento en que apareció en escena, volvió a quedar claro – es la novena vez que la banda visita a la Argentina – que Astbury no es un frontman común y corriente sino el líder de una ceremonia en la que el sonido y la imagen se fusionan en un acto de invocación. Su rostro pintado de blanco, con los ojos enrojecidos, lo hizo parecer una figura entre lo chamánico y lo espectral, como si estuviera canalizando una energía más allá de sí mismo. Su presencia fue hipnótica: se movió como un boxeador, lanzando golpes al aire, marcando el ritmo con la pandereta que chocaba contra su cuerpo en una especie de extensión ritual de su propio ser. Claro que si Ian Astbury fue el chamán del ritual, Billy Duffy fue el fuego que lo alimentó, con una guitarra que sonó afilada, explosiva y llena de matices. En esa interacción estuvo la clave de un show que siempre encontró en la interacción de las dos figuras su balance entre misticismo, psicodelia y poder rockero.
Desde los primeros acordes de “In the Clouds”, Duffy impuso su marca registrada: un sonido que combina la crudeza del hard rock con la elegancia de la new wave. En “Wild Flower”, su riff serpenteante se apoyó en una base rítmica más relajada, dándole una vibra más sucia y blusera que en su versión de estudio. Cuando llegó “Mirror” – única canción que sonó durante la noche del último disco de la banda “Under the Midnight Sun” – desató uno de los momentos más pesados de la noche, con John Tempesta – quien tiene como antecedente haber tocado en bandas como Exodus, Testament y White Zombie pero que aquí parece haber encontrado desde el 2006 estabilidad – marcando un beat demoledor y tribal, casi industrial, que transformó el tema en un torbellino de intensidad. Canciones como estas, a las que podrían sumarse “The Witch” – curiosamente un outtake de “Electric” – dieron la pauta de que el grupo sabe sumergirse en terrenos más densos, pesados e ignominiosos dejando de lado por un rato el pulso rockero que le dió el éxito masivo al inicio de su carrera cuestión que se puede encontrar en las últimas grabaciones de la banda con grandes resultados.
Un audio con un nivel perfecto en cuanto a nitidez y potencia fue el que permitió que cada integrante pudiera ser escuchado con detenimiento, algo que no suele suceder con frecuencia. En este punto, el bajo de Charlie Jones – nuevo integrante de la banda con antecedente como bajista de Robert Plant – aportó el groove necesario para que las canciones tuvieran la efectividad necesaria. Su presencia se sintió con fuerza en “Resurrection Joe”, donde su línea repetitiva y envolvente ayudó a construir esa sensación de trance hipnótico. También en “Revolution”, donde el bajo marcó la cadencia perfecta para que Astbury desplegara su interpretación con una entrega total para un público conocedor de las distintas dimensiones de la banda. Con un promedio post cuarenta – que llenó Obras tanto el sábado como el domingo – quedó claro que quien va a ver a The Cult espera tanto los clásicos como las gemas y nuevas canciones. Si bien en los primeros la respuesta es más efusiva en el resto también el público parece engancharse con una propuesta más hipnótica y sensorial.
Más allá de que en la mayoría de los momentos del set Astbury parece absorto en su propio viaje, en cada momento entiende a la perfección la idea de que un buen frontman debe tener la obligación de interactuar y generar guiños de complicidad con su público. Sin demasiada presentación entre canción y canción pero visiblemente contento generó momentos teatrales entre los que se puede mencionar la oscura “Lucifer”, cuando Astbury, con su habitual misticismo, la presentó como si estuviera invocando una presencia oscura, reforzando esa dualidad entre lo sagrado y lo profano que siempre ha acompañado a la banda. Más tarde reconoció la entrega de los que estaban en primera fila regalando una de sus panderetas a alguien del público que señaló mientras la banda ejecutaba un momento musicales. Canciones como “Sweet Soul Sister” y “Rain” lo mostraron en gran forma con su voz intacta y con momentos de alto vuelo como cuando en la primera de las dos extendió los versos de la misma para incluir un fragmento de “Riders on The Storm” de sus amados The Doors. Aquí el vínculo no es casual, el misticismo de Jim Morrison seguramente haya hecho efecto en la educación musical de Astbury, al punto de que hace algunos años fue parte de una especie de reunión de la banda en donde hizo las veces de su amado Jim.
Si bien a lo largo del set el grupo fue jugando con la idea de mezclar los hits con canciones nuevas o raras de su catálogo, como era esperable el último tramo del show terminó por inclinar la balanza hacia su etapa más masiva, la que va desde Love (1985) pasando por Electric (1987) y Sonic Temple (1989) “Brother Wolf, Sister Moon” tuvo una interpretación fue profunda y envolvente, un momento donde el ritual tomó una forma más contemplativa. Esta balada atmosférica de Love (1985) es una de las más introspectivas de la banda, con una instrumentación minimalista y una progresión hipnótica. En vivo, Billy Duffy dejó de lado los riffs explosivos para construir paisajes sonoros etéreos, con un delay que sumergió al público en una sensación de trance. La batería de John Tempesta fue sutil, casi espectral, marcando el pulso con delicadeza mientras el bajo de Charlie Jones añadía profundidad y peso. Astbury, con su voz en un registro más bajo y solemne, convirtió la canción en un rezo cargado de melancolía, transformando Obras en un espacio de recogimiento antes de la tormenta final. Con la atmósfera ya electrificada, el clásico “Fire Woman” detonó la explosión definitiva. Desde el primer acorde, el público estalló y la banda respondió con una versión extendida y más cruda, donde el riff de Duffy sonó aún más afilado que en la grabación original. Astbury, que ya había desplegado su personaje con la cara pintada de blanco y los ojos rojos, encarnó completamente el espíritu chamánico del tema, marcando el ritmo con su pandereta y moviéndose como un boxeador, golpeando el aire con una energía arrolladora. Su entrega fue total, casi en trance, mientras el estribillo se convertía en un himno coreado por todo el estadio. Duffy, por su parte, se adueñó del escenario con un solo extendido, jugando con efectos que hicieron que su guitarra pareciera incendiarse en una vorágine de wah-wah y distorsión. En este momento, The Cult dejó claro que su rock sigue siendo un fuego inextinguible. El cierre definitivo llegó con la joya más hard rockera de Electric (1987), una canción que en vivo es pura adrenalina. Si en “Fire Woman” el espíritu de The Cult ardía en llamas, en “Love Removal Machine” directamente se desató un torbellino de velocidad y potencia. El riff de Duffy, claramente inspirado en los Rolling Stones más rabiosos, sonó crudo y directo, con un tono grueso y agresivo que marcó el pulso de un final frenético.
Astbury, con la camiseta de Diego Maradona puesta – un rebelde como él – , canalizó toda la furia y el desenfreno del rock and roll. Su entrega vocal fue visceral, gritando con un tono áspero y cargado de actitud. Con cada estribillo, Obras retumbó en un canto colectivo, como si la canción fuera un manifiesto de liberación absoluta. Cuando el último acorde se apagó y la banda se retiró, el público quedó electrizado. No fue solo un show, sino un viaje sonoro que pasó por el trance, la euforia y la catarsis, una prueba irrefutable de que The Cult sigue siendo una fuerza indomable sobre el escenario que resiste con buenas canciones, el paso del tiempo y que invita a creer en que el rock está vivo más allá que haya quienes se desesperan en decretar su muerte.