Puedo oír los corazones latiendo como uno solo

Antes de su presentación en el Music Wins, y antes de que el atípico frío de finales de octubre terminara de desintegrarse, ocurrió algo en el corazón de Villa Ortúzar

✎  Pablo Díaz Marenghi

Algo de culto flotaba en el aire. Aquel secreto que comenzó a desperdigarse en 1984, en las costeñas tierras de Hoboken, Nueva Jersey, se hizo presente una vez más en Buenos Aires. El flyer anunciaba un set acústico ese era el primer dato que llamaba la atención. Si bien no era la primera vez que Georgia Hubley, Ira Kaplan y James McNew se presentaban en ese formato —para muestra bien vale un Tiny Desk— generó intriga por ver cómo se desenvolverían en dicha propuesta. Sus canciones, intimistas pero revulsivas, prolijas pero no pulcras, prometían ser lo suficientemente mutables.

Lo raro empezó después. Cuando la guitarra acústica de Kaplan distorsionaba su sonido a más no poder en “Stockholm Syndrome” se advertía que estarían dispuestos a proponer nuevas lógicas. Por momentos, sus canciones, intercaladas por covers, se volvían algo monótonas. Al público, ansioso por vitorear, pareció no importarles. En un momento, en otra costumbre fiel de la banda, le preguntaron a un señor qué canción querían que tocasen. Todos rieron. Fue la tranquilidad después de la paliza.

Promediando el show, mientras algunas luces naranjas componían la mínima puesta de visuales que presentaron, los mejores momentos se producían cuando rompían la canción. Cuando los límites del formato acústico se tensaban al máximo. Indie rock atmosférico cannábico. Quizás eso haya sido una virtud o un defecto. Ese propio condicionante los había obligado a repensar sus propias fórmulas y reinventarse. Lo cual podría haberse tratado de una virtud o un defecto de la propuesta sonora y performática. Más allá de que el fuerte del grupo sea ese: tres amigos nerds en la oscuridad de un sótano tocando una canción tras otra. Como una suerte de ensayo abierto. Una banda anti hit. Y mucha gente compró.

En ese sentido, hicieron acordar, por momentos, a la desazón que sintieron varios la primera vez que vino Daniel Johnston al país. Es necesario entender el contrato de lectura que cada artista propone a su público. Al final, en otro gesto bien argento, se entonó “Oh, Yo La Tengo, es un sentimiento, no puedo parar”. 

En una de las últimas canciones, antes de cantar, a Georgia Hubley no le salió la voz. Carraspeó. Pidió disculpas. Todos la aplaudieron y la ovacionaron. Porque de eso se trató. Una banda de culto pero no en un sentido retromaníaco o FOMO sino en el verdadero sentido de la palabra culto. Un conjunto de ritos y ceremonias con que se adora a una divinidad, así como al homenaje de respeto que se tributa a alguien o algo. En este caso la adoración era horizontal y empática. Del mismo modo que ocurre yendo a ver a una banda de amigos. Porque entre los rasgueos de guitarra, el pulso hipnótico del bajo y las leves percusiones, parafraseando el título de uno de sus mejores discos, podían oírse los corazones latiendo como uno solo.

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Publicado el 6 noviembre, 2025

Publicado el 6 noviembre, 2025