Divididos tocó en el Movistar Arena de Buenos Aires y estuvimos ahí para contar las cosas que no se ven en un recorte para tiktok.
✎ Lala Toutonian
Más de tres horas seguidas de alegría. ¿Qué más se puede pedir en este momento?
Me voy a permitir una primera persona para esta crónica porque todo me atravesó transversalmente el corazón. Esta hoy señora fue la adolescente que vio a Divididos en Cemento ¿en su debut?, ¿en su segundo show? Y tan polémica o simplemente antitodo desde el día uno, lo hizo cuando escuchó a Pergo en la radio anunciando el concierto de unos ex Sumo y un ex Sobrecarga (el baterista Gustavo Collado), banda de la que había sido fan. Fui por él.
Y ahí comenzó una vida de amor con Divididos que incluyó hasta un show en Morón con una pequeña Andrea Álvarez en batería porque Fede Gil Solá se había quemado el pelo.
Retomemos, viernes 4 y sábado 5 de un julio helado de 2025, el trío -ya consolidado desde hace más de veinte años con Catriel Ciavarella en bata repartió amor.
Este reseña no describirá qué pasó, es inenarrable. Las canciones, los himnos que tocaron, los puede encontrar en cualquier portal.
Que Catriel Ciavarella tocó la bata descalzo, como en una conexión directa con la tierra y con una remera del Garrahan, más que una prenda, todo un estandarte de apoyo a la salud pública lo pueden ver en cualquier foto o video. Esa remera combinada con sus pies descalzos hablaba con contundencia: aquí no solo hay ritmo y potencia, también hay compromiso, humanidad y una invitación a no olvidar lo que importa, como si Ciavarella dijera sin palabras “Esto es para ellos, para los que luchan, para los que necesitan que estemos presentes”.
Pero eso lo pueden leer en otro lado.
Los invitados de lujo, el eterno Ricardo Soulé, Pepo San Martín, Javier Casalla y más; los homenajes a la Negra Sosa, a Pappo, a Sandro; las gaitas, los violines, las flautas, charangos, sikus; y tantas alegrías más con visuales y sonido perfectos.
Para eso vayan a ver los reels.
Acá quiero centrarme en la alegría de Ricardo Mollo y Diego Arnedo y Catriel Ciavarella en el escenario: algo más allá de lo musical, una alegría que viene del amor profundo que lo rodea por fuera del show. La mirada de Mollo proyectada desde las pantallas daba cuenta de que en la forma en que mira, en cómo se ríe solo cuando algo sale mal, en cómo se agacha para regalarle una púa a un pibe, en cómo se emociona cuando suena una intro vieja, que todo eso viene del amor. De muchos amores. Es la alegría de alguien que llega a tocar después de haber abrazado a su familia, después de haber dicho te amo antes de salir al escenario y ese amor se filtra en cada acorde. No es romanticismo naif: es la paz de haber construido un refugio, un hogar real. El amor que acompaña, el que cuida, el que se queda en silencio cuando hace falta, todo eso se le nota en los gestos calmos, en la ternura con la que deja sonar el delay en un solo como si estuviera acariciando algo invisible. La música se convierte en una manera de extender ese amor hacia miles. Lo que vive en la intimidad se transforma en energía que comparte con desconocidos.
Y entonces no extraña que sonría durante casi tres horas sin pausa. Que brille incluso cuando la luz baja, porque esa alegría no nace de estar en un escenario: nace de saber que cuando baje va a volver a abrazar a los suyos. Y que todo lo que hizo arriba —los riffs, las carcajadas, las miradas cómplices con Arnedo— es una extensión de esa vida que vive con amor.
Eso por un lado. Eso quería escribir.
Por otro, de todos los temas que sonaron, todos clásicos hermosos, todos momentos mágicos, elijo uno al azar porque brillaron todos por igual.
“Ala delta”. El bajo —que tiene que ser la causa de por qué Divididos es LA aplanadora del rock— adelanta lo que se viene: una canción que emociona, que evoca. Como si en vez de decir lo que pasó, soltara imágenes alucinadas en el aire —como barriletes, justamente, ¿no?— y cada uno decidiera a cuál atarse. “Ala delta” es eso: un clima suspendido, una postal radioactiva donde el cielo y el mar se derraman el uno dentro del otro, y donde lo sagrado y lo marginal se tocan en un punto ciego del conurbano poético.
Me preguntaba qué poesía leerán estos tipos, si los surrealistas realmente viven en sus bibliotecas, me permitirían husmear en sus bibliotecas si se los pidiera, eso pensaba.
“Una chica en el cielo / Vive en mi océano salvaje”
La chica del cielo podría ser un recuerdo, un fantasma adolescente, una virgen punk flotando sobre una villa, sobre una pileta Pelopincho con una radio que se está por electrocutar. Vive en su océano —no el azul mediterráneo sino el mar interno, denso, de quien habita un estado alterado: el del deseo, el del delirio o la pérdida. Un océano salvaje es un estado mental inmanejable pero necesario para no reventar.
“Una radio que se cae / Mientras duermen pájaros acá”
La radio es un canal, una antena, una señal que titila. Se cae, se hunde. ¿Se apaga la música o muere alguien? La imagen es brutal en su economía: ruido que se corta justo cuando hay algo sagrado durmiendo. La escena puede ser doméstica pero también onírica: la radio se cae al mar, a ese “acá” ambiguo donde todo puede pasar.
“Puedo ver, pero no sé / Es que todo está muy rápido acá”
La frase es puro vértigo: ver sin saber, sentir sin comprender. Una línea que podría estar en un cuento de Mariana Enriquez sobre una chica punk embarazada de un chico muerto en un pasillo de monoblocks que se perdió y está flotando entre planos. Hay una velocidad que abruma y un yo lírico confundido, testigo de un mundo que ya no maneja, un mundo que va más rápido que su propio duelo o su deseo.
“Y los pibes remontaban barriletes / Y la virgen pasó haciendo ala delta”
Acá la canción abre una grieta mística. Una postal infantil, casi feliz: pibes con barriletes (el gesto puro, arcaico, de volar algo). Y de pronto lo imposible: la Virgen —esa figura que debería estar en estampitas o altares— cruza el cielo como una surfista aérea, haciendo ala delta. ¿Es un milagro? ¿Una alucinación? ¿Una aparición mariana mezclada con lisergia suburbana? La imagen es de una belleza anómala, cargada de irreverencia y de épica. La Virgen no baja volando como en Lourdes o Fátima: acá planea, liviana y desafiando las formas, sobre un cielo plagado de hilos. Lo sagrado y lo callejero se encuentran como si fuera lo más natural del mundo..
“Todo está muy fácil / Si tenés tu propio cielo”
Acá, ¡pum!, la canción se pone amarga, ¿sarcástica, quizás? La distancia entre tener un cielo propio o no tener ni techo. El que puede, vuela. El que no, se queda abajo mirando. “Nada está muy cerca / Nada que yo necesite”, dice, resignado, el narrador. Hay un tono de exclusión, de no pertenecer ni siquiera a lo invisible.
En resumen: “Ala delta” es una liturgia pagana en clave noise, una mística barrial con flashes oníricos y paisajes rotos.
Una reescritura surrealista: alguien pone una radio. La radio se cae. ¿Cae al mar? ¿Cae al sueño? ¿Cae dentro de uno?
No importa.
Los pájaros duermen, como si no les importara que el mundo se esté desmagnetizando.
Y alguien —tal vez vos— mira todo esto y dice: “Puedo ver, pero no sé”. Ese es el centro mismo de la canción: un narrador atrapado en una visión que no comprende, como si le hubieran clavado los ojos en una película que no recuerda haber filmado.
El tiempo va rápido. Todo va rápido.
El cuerpo no se acomoda. El alma no se entera.
La Virgen en ala delta… Hay algo casi apocalíptico en esta visión pero también hay ternura: como si Mollo no pudiera decidir si extraña una infancia que nunca fue suya o si quiere inventar un misticismo propio, uno sucio, luminoso, peligroso, y alucinadamente argentino.
Gracias, Divididos, por esas más de tres horas de alegría. Seis horas en dos días, treinta mil almas ese fin de semana. Y hasta quiero creer que no fue casual la coincidencia numérica sino quizá una superposición simbólica que late por debajo del espectáculo. Donde hubo miedo, hay gozo colectivo. Donde hubo silencio impuesto, hay volumen, hay banda, hay pogo.
Y los nombres que faltan, por un rato, están todos.