Uno de los escenarios más rockeros de Palermo recibió a Jaz Coleman y su Club Malvinas.
✎ Carlos Noro
Era un domingo helado en Buenos Aires. Uno de esos en los que cuesta salir de casa, donde el viento corta y la ciudad parece desierta. Sin embargo, en medio de esa postal invernal y espectral, había un llamado que vibraba bajo la superficie. Una cita casi secreta en Lucille Palermo, que —pese al clima y al misterio— agotó todas las entradas.
La escena parecía salida de otra época: una fila de abrigos oscuros, de rostros expectantes, de murmullos cargados de intriga. En el interior, luces tenues y un ambiente espeso recibían a los asistentes del Club Malvinas, el espacio creado por Jaz Coleman, leyenda viva del postpunk, fundador de Killing Joke, y su compañera la artista Lu Raffaelli. Lo que prometía ser un show se convirtió rápidamente en otra cosa: una ceremonia, un manifiesto en forma de sonido.
En la penumbra del recinto, Jaz apareció con Sergio Rotman —referente local del postpunk y traductor de la noche— para abrir oficialmente el ritual. Coleman no solo presentó el club como un espacio artístico, sino como un espacio de pensamiento“como los viejos clubes ingleses, pero sin elites y sin privilegios” entendida como una comunidad artística en permanente expansión que busca ser un punto de convergencia para el diálogo entre las diversas expresiones creativas, un espacio multisensorial y fundamentalmente humano. Fue ahí, en ese momento inaugural, donde la propuesta cobró un espesor inesperado: invitó a todos los presentes a darse la mano y saludar al desconocido o desconocida de al lado. El salón se estremeció por un instante. En ese momento, en medio del frío y la indiferencia habitual de la gran ciudad, se sintió un soplo de fraternidad y comunidad, un recordatorio de que en la unión y el contacto humano están las semillas para resistir los tiempos difíciles. Este primer acto fue como un rito de iniciación para lo que vendría después.
Pero pronto la atmósfera mutó hacia un terreno más denso y reflexivo. Jaz tomó el micrófono para desplegar una charla que combinó el tono de un profeta apocalíptico con la urgencia de un activista. Habló con un tono grave y visionario sobre la inminencia de la Tercera Guerra Mundial y el sombrío panorama de un invierno nuclear que podría poner en jaque la supervivencia humana. Su discurso era inquietante y a la vez hipnótico, cargado de imágenes poderosas: volcanes a punto de estallar en Nápoles, un sistema solar alterado por un “segundo sol”, y la inversión de los polos que transformaría la Tierra en un escenario irreconocible. El relato se hizo casi tangible, un eco de temor que caló profundo
Con voz pausada pero firme, Coleman afirmó que Buenos Aires dejará de ser la capital, y en cambio, San Luis se alzará como el nuevo centro político de una Argentina reconstruida tras el colapso. Esta predicción, cargada de un aire casi místico pero sardónico, abrió un espacio para la reflexión sobre el futuro incierto que ya parece tocar nuestras puertas. Además, alertó sobre la creciente influencia de tecnologías de control como el software Palantir, que con su vigilancia algorítmica amenaza con acallar la libertad de expresión y el pensamiento crítico. Para él, en ese oscuro panorama, el arte y la música son las últimas trincheras para preservar la libertad y la humanidad. Con un guiño hacia el futuro, anunció actividades como talleres sobre marihuana, un baile de máscaras y un concierto de órgano en una catedral, que prometen ser parte del tejido cultural que busca fortalecer el Club Malvinas. El cierre de esta parte llegó con la emotiva noticia de su próximo casamiento, un acto de esperanza y renovación personal.
Luego, la noche se transformó en una explosión sensorial que despertó los sentidos y liberó el cuerpo. Sergio Rotman y Asia del Sur tomaron el control de la música, desplegando un set extenso y envolvente en formato DJ, acompañado por proyecciones lisérgicas que inundaron el espacio con colores y formas en movimiento. La selección fue un viaje ecléctico y cuidadoso a través del tiempo y el sonido: desde el post punk que marcó una era, hasta la new wave, la psicodelia y rarezas poco escuchadas de los años sesenta y setenta. Canciones cantadas en inglés y castellano se entrelazaron para crear una atmósfera única, casi mágica. Aunque el set fue extenso, nunca perdió la capacidad de mantener al público hipnotizado, gracias a una curaduría impecable, emotiva y profundamente respetuosa del espíritu rebelde y experimental que Jaz y su club promueven. Fue un momento para bailar, para soñar, para conectar con la historia y el presente musical en un mismo latido.
Finalmente llegó el turno de The Orchestra of Death, la orquesta fluidamente conformada por músicos de diversas procedencias: Gori y Chowy Fernández en guitarras, Nico Sorín en teclados, Rodrigo Gómez Casa en batería, y Franco Fontanarrosa (de Nico Sorín Piazzolla)en bajo. La propuesta fue un crisol sonoro que transitó entre un filo metalero y pasajes de psicodelia, krautrock, post punk y funk oscuro, amalgamando estilos con una coherencia casi teatral.
La “Orchestra of Death”, como la bautizó Jaz Coleman, no fue un simple ensamble de músicos acompañantes, sino una fuerza viva y orgánica que sostuvo y amplificó el dramatismo de la noche. Cada integrante aportó no solo técnica y estilo, sino también un pulso emocional que se sintió latente en todo momento. Desde su posición en el teclado, Nico Sorín —líder de Octafonic y creador del proyecto Nico Sorín Piazzolla— desplegó una paleta sonora densa y cambiante: sus acordes expansivos sumaban tensión, atmósferas góticas o texturas electrónicas según lo requería la narrativa sonora, y en varios pasajes se convirtió en el hilo conductor del delirio lisérgico que sobrevoló la velada. Su presencia era como un órgano respirando, marcando desde lo armónico el pulso emocional de cada canción.
Franco Fontanarrosa, su compañero habitual en el proyecto Nico Sorín Piazzolla, manejó el bajo con una potencia sónica y una distorsión abrasiva que hacía vibrar el suelo. Cada intervención suya fue como una oleada sísmica: desde las bases más repetitivas y kraut hasta momentos casi doom, su ejecución fue precisa y brutal, sostenida por un groove profundo que se sentía en el pecho. Cuando el set se volvió más pesado, su bajo marcó el descenso hacia lo oscuro, lo ominoso. El público respondió con una mezcla de fascinación y trance, entregado a ese flujo hipnótico.
Chowy Fernández, guitarrista de Barro —la banda de metal alternativo de Ca7riel—, trajo el filo abrasivo y la distorsión dramática. Fue él quien abrió algunos de los temas con riffs densos y teatrales, creando la antesala perfecta para los discursos declamativos de Coleman. Su guitarra se transformaba según lo exigiera la obra: por momentos, un lamento grave y pesado; en otros, una ráfaga post-punk cargada de delay y oscuridad. En cada pausa o reverb prolongado, el público respondía en silencio reverencial o con un rugido colectivo de entusiasmo.
Desde la otra punta, Gori (ex Fun People, Fantasmagoria) tejía capas más etéreas y melódicas, sumando una sensibilidad casi cinematográfica al conjunto. Su guitarra, a veces minimalista y otras abiertamente melódica, traía respiros emocionales dentro de la intensidad, permitiendo que las canciones respiraran. Fue un contrapeso perfecto a la densidad, una cuerda más sensible en esta sinfonía apocalíptica.
En la batería, Rodrigo Gómez Casa, mente detrás del Proyecto Gómez Casa, demostró un virtuosismo expresivo y expansivo. Su interpretación no fue solo rítmica, sino coreográfica: parecía dialogar con cada instrumento, con cada gesto de Coleman. Desde golpes secos y marciales que evocaban marcha y colapso, hasta texturas percusivas sutiles, su desempeño fue de una teatralidad casi ritual. El público lo siguió como si marcara la cadencia de una ceremonia.
Juntos, estos músicos —venidos de universos sonoros tan disímiles— se amalgamaron como una verdadera orquesta dramática y mutante, capaz de recorrer el kraut más hipnótico, la psicodelia más densa, el post-punk sombrío, la intensidad casi industrial, el metal más duro y, por momentos, grooves funkys y psicodélicos. La respuesta del público fue tan diversa como la música: momentos de contemplación total, otros de energía desbordada, e incluso un dejo de solemnidad cuando el clima así lo imponía. El resultado fue una liturgia sonora que parecía anunciar el fin del mundo… o al menos prepararnos
El set inició con Smash Up My Mobile, un tema teatral y denso, con la guitarra de Gori imponiendo un riff pesado y una base repetitiva que evocaba el Bowie más ominoso. La pieza escaló en intensidad con momentos explosivos y rockeros que capturaron la atención desde el primer instante. Catalist profundizó en la densidad sonora con una atmósfera oscura y fragmentos de teclados cinematográficos que trajeron un aire post-apocalíptico.
Guess Again se volvió más declamativo y orquestal, con bajo distorsionado y guitarras disonantes que crearon un clima ominoso, como una escena de drama teatral. Long Winter presentó una base rítmica insistente y marchosa, con ecos punk y una sensación de urgencia creciente.
En Escalation la teatralidad se tornó casi hiper pesada, con riffs machacosos y la voz de Coleman alternando entre el canto y la declamación, como un orador apocalíptico. La canción integró toques de funk psicodélico, proporcionando un respiro en la intensidad del show.
La culminación llegó con Club Malvinas, pieza densa y bailable que cerró la noche con una mezcla de solemnidad y energía rebelde, un manifiesto sonoro que reflejó la esencia de este proyecto: la resistencia creativa frente al caos.
En el centro de esta ceremonia —mitad concierto, mitad ritual de iniciación— estuvo Jaz Coleman, dirigiendo a su Orchestra of Death con la autoridad de un director de orquesta y el desenfreno visionario de un profeta apocalíptico. No cantó, declamó. No condujo un recital, orquestó una experiencia. Enfundado en una especie de túnica, por momentos parecía una figura salida de un delirio expresionista alemán o de una pesadilla post-industrial. Caminaba entre los músicos, marcaba entradas con el cuerpo, gesticulaba con una teatralidad operística que capturaba cada mirada.
En esa tensión constante entre lo dramático y lo visionario, Coleman fue el gran unificador de las múltiples estéticas de la noche: articuló la densidad del post punk, el delirio del krautrock, la crudeza del metal, la urgencia del punk y el trance de la psicodelia. Sus intervenciones habladas —que atravesaban temas como el control del clima, el invierno nuclear, el software predictivo y la libertad de expresión— no eran meros interludios, sino capítulos de un manifiesto. Cada frase suya abría una nueva capa de interpretación. Cada gesto ampliaba el horizonte del show.
El público lo vivió como una presencia magnética, desafiante. Hubo respeto, entrega, sorpresa. No era un frontman tradicional: su figura era la del shaman urbano que invoca una comunidad creativa frente al colapso. En una época donde los conciertos muchas veces se consumen desde una pantalla, Coleman impuso otra lógica: prohibió el uso de celulares para filmar o fotografiar, una medida que algunos podrían considerar polémica pero que tuvo una intención clara y sincera: volver al contacto cara a cara, a la experiencia compartida sin filtros, al aquí y ahora, al ritual colectivo.
Ese fue su verdadero rol: más que un músico o un artista, Jaz Coleman fue el catalizador de una experiencia multisensorial, política y humana. Un ciudadano del mundo que eligió Buenos Aires —y la Argentina— como su nuevo hogar no solo por amor (su pareja y colaboradora Lu, con quien ideó este evento), sino por una profunda convicción de que aquí puede emerger una nueva forma de comunidad artística, resistente y visionaria. En medio de un mundo en crisis, Club Malvinas no fue solo un espectáculo: fue la fundación de un refugio cultural desde donde imaginar lo que viene.
El público, hipnotizado y cautivo, respondió con aplausos prolongados y energía vibrante, consciente de presenciar no solo un concierto, sino un evento que trasciende la música para ser una declaración artística y política en tiempos convulsos en la que la música es arma, refugio y faro para un futuro incierto.