Tres momentos clave del Music Wins: la desfachatez lofi de Yo la tengo, la elegancia stone de Primal Scream y la densidad artística (y política) de Massive Attack
✎ Facundo Arroyo
No necesitan nada, en el centro neural de Yo la tengo está la semilla del sentido lofi del indie americano. Hasta parece que Georgia Hubley en la prueba de sonido dijera “mientras más acortonada suene la batería, mejor”. También su vestuario, sus looks, sus presencias y hasta la ausencia de visuales. Para la música de la banda de Hoboken (Nueva Jersey) sólo se necesita la electricidad del mundo y el corazón de todos los que alguna vez amaron. Quizás estén a tiempo de ir a ver alguna historia en IG y escuchar el momento de “Big day coming”.
Bobby Gillespie estaba de punta en blanco. Debajo del saco tenía una camisa tan elegante y bucólica que me da vergüenza describir. Me inhibe. El loco, de humor inglés –sobre todo en sus canciones- y fanático del Diego, camina lento, se despliega poco por el escenario y nunca se sale de su tono hablador para cantar. Hace rock y no grita. Es performer y no baila. No conoce muñecos de Haití. Pero ese imán intacto que moldeó en la época de Screamadélica sigue atrayendo tanto que la dirección de cámara del show del Music Wins no lo abandonó, ni siquiera cuando se fue detrás de bambalinas a decir algo, a tomar algo, a cambiar algo, o a no hacer nada.
Primal Scream no tiene segunda guitarra melódica y Gillespie la hace fuck you a la melodía. Eso incomoda un poco para el elegante y exquisito stone que llevan hacia la noche, sin parar, pero también le da un dejo de irreverencia. Desde abajo, a unos tres metros del vallado, lo mira atento Dárgelos. Imagina los movimientos que podría hacer con las canciones de Gillespie. Es respetuoso, se mantiene quieto, atento, esperando a que ese desfachatado inglés largue algún verso que le sirva, algún verso que sea víctima del robo del que baila como un muñeco de Haití.
A los pocos segundos del inicio del show de Massive Attack, algo hizo TAC y modificó el espacio. Se abrió un círculo negro y llegaron algunas nubes que rodearon el escenario –y a la luna casi llena-; quiero ser claro con esto: fueron un grupo de nubes pequeñas que se forjaron alrededor del escenario donde la banda de Bristol dio uno de los mejores shows del año. Había un chimango revoloteando desde temprano pese a la densa vibración y un par de desprevenidos por el mensaje espeso que se venía. A veces un atorrante de barrio tiene las cosas más claras que los que deberían activar las neuronas que nos quedan después del embate y la adicción de las redes sociales.
No quiero chequear el rumor: alguien del equipo técnico de la banda tenía acceso directo a la torre de control de Aeroparque y hacía coincidir la salida de los aviones con el ritmo de las visuales. Cada una de las cabezas levantadas en esos momentos sabe que esto fue exactamente así: en nuestra realidad paralela de ataques masivos de conmoción artística, los aviones fueron parte de la propuesta de una banda que llegó desde el pasado para hablarnos del presente. El futuro ni idea, el show de Massive Attack de anoche fue puro presente ciberpunk, amoroso y doloroso, distópico y surreal, oscuro y llenos de jazmines explotados por esa bomba estacional definida como “primavera”.
Bajaron tanta línea, y lo hicieron de una manera tan brutal y aceptable. No fue un panfleto fueron las espinas de una flor. Ese es uno de los momentos clave del show. Cuando, después de la densidad nuclear que nos acecha en el dub sucio y la realidad del basurero mundial, aparece Liz Fraser de Cocteau Twins y nos ofrece una rosa blanca en el corazón de Mordor. Hay un guion en esa hora y media de show que lo envuelve todo: la música, la imagen, el sonido, los videos, nuestras caras de Luzbelitos infinitos. Todo te arrastra y te envuelve, te entierra en el cemento pese a estar sufriendo una típica lumbalgia festivalera.
Algo más: todos tuvimos a alguien al lado que durante el show se fue diciendo que era pura política. Cuando en el escenario “Folk”, Fonso cantó con cierta sorna “son días de consensos”, Elena abrió grande los ojos y se pasó la mano por el cogote. Consenso las pelotas, basta de tibios. Armemos el ataque masivo de las ideas y la política. Música y política es posible, arrojo artístico también. O como dijo Liz en la canción de la sirena: “Estoy tan desconcertada como un recién nacido”. Quizás, entonces, sea el momento de que el trip hop nos guíe hacia algún lugar un poco más real; de Bristol a Buenos Aires, de Washington a Gaza.