La revolución todavía tiene forma

Refused tocó en Uniclub, una de las rockerías más populares de Buenos Aires

✎ Carlos Noro

Hay noches que no son conciertos, sino radiografías de un tiempo y un país. La primera —y última— visita de REFUSED a la Argentina no fue sólo el cierre simbólico de una historia musical, sino también el reflejo de un contexto en ruinas. La reubicación del show, originalmente previsto en Groove, hacia el más pequeño Uniclub, tuvo un motivo logístico, sí, pero también social: la baja venta de entradas en medio de una crisis económica terminal que atraviesa todos los planos de la vida cultural argentina. No fue un cambio de escenario por capricho, sino la consecuencia inevitable de un país donde la cultura resiste como puede entre la inflación, el desencanto y la precariedad. Y sin embargo, esa reducción terminó convirtiéndose en un gesto político involuntario: al pasar del espacio masivo al recinto de proximidad, el evento recuperó su sentido primario.

En Uniclub, con capacidad reducida y paredes que devuelven el eco como si tuvieran memoria, la música de Refused encontró el marco ideal para desplegar su discurso de resistencia. No fue un show multitudinario, pero fue intenso, compacto, necesario. Lo que en otro contexto hubiera sido una fecha más dentro de una gira de despedida, en Buenos Aires se transformó en una ceremonia de supervivencia cultural, una demostración de que aún en la escasez —o precisamente gracias a ella— la energía puede ser colectiva, política y feroz.

Desde los primeros acordes de Poetry Written in Gasoline, la intención quedó al descubierto: no se trataba de recordar un legado, sino de encender una idea. Dennis Lyxzén apareció en escena con la intensidad de un animal político. Su figura —delgada, elegante, feroz— parecía contener la historia de varias décadas de música subversiva: un Nick Cave en su época más violenta, la de The Birthday Party, mezclado con la furia desbordada de Iggy Pop, la urgencia colectiva de MC5 y la ética del hardcore. Vestido de negro, Lyxzén no interpreta: se lanza, se sacude, abraza, mira a los ojos. Su cuerpo es el manifiesto de Refused. Cada salto tiene un propósito, cada caída una frase implícita. No hay simulacro ni distancia: la energía que desprende es real, contagiosa, y transforma la violencia en conexión.

El resto del grupo completó esa arquitectura con precisión de reloj ideológico. David Sandström, en batería, fue el centro de gravedad, el pulso exacto entre el caos y la razón. Su golpe no es adorno, es argumento; cada redoble contiene una idea, cada pausa una reflexión. Hay en él una disciplina que no contradice la furia sino que la articula, una geometría emocional que convierte la percusión en un lenguaje. Magnus Flagge, en el bajo, aportó la densidad emocional que hizo que el sonido no flotara nunca: sus líneas son oscuras, firmes, de una gravedad melódica que sostiene todo sin reclamar atención. Flagge toca como quien escribe sobre piedra: cada nota es una decisión.

Mattias Bärjed, en guitarra, completó el triángulo con un sonido perfecto —técnico, abrasivo, melódico y desafiante—, capaz de construir muros de ruido que, en lugar de aplastar, abren espacio.

Su ejecución fue impecable y peligrosa: el tipo de virtuosismo que no se mide en velocidadsino en intención. Juntos produjeron un sonido que osciló entre la técnica y el caos, una tensión permanente entre el cálculo y la catarsis que hizo de Refused una maquinaria ideológica en estado de trance.

Pero el otro motor del concierto fue el público, esa multitud que no asistió para observar sino para formar parte del fenómeno. Desde el primer compás, 

Uniclub se convirtió en una masa viva que respondía a la banda con la misma intensidad con que era atacada por ella. El mosh se mantuvo activo casi todo el show: una danza de choques, saltos y abrazos que, lejos de la violencia, contenía una ternura casi política. Cada empujón era una forma de afirmación, cada caída encontraba una mano que levantaba. La euforia fue incesante, pero no ciega: el público comprendía cada silencio, cada pausa entre canciones, cada declaración que Lyxzén arrojaba como dardos entre riffs. En esos momentos, el pogo se detenía y el pensamiento ocupaba su lugar. Era un público enérgico, emocionado, lúcido: un conjunto de cuerpos que sabían exactamente por qué estaban ahí. No se trataba de repetir un estribillo, sino de participar en una experiencia compartida, un manifiesto físico sobre cómo la música puede todavía construir comunidad.

The Shape of Punk to Come confirmó el tono ideológico del encuentro. Lo que en su momento fue un título profético, en vivo suena como constatación. Refused no vino a reinterpretar el punk, sino a reclamar su significado: el punk como método, como proceso mental, como una actitud frente al poder. The Refused Party Program desplegó esa idea con un sarcasmo que desarmaba cualquier lectura literal.

“Somos los problemas y también las soluciones”, afirmó Dennis, consciente de la contradicción inherente a toda resistencia que se vuelve parte del sistema. Rather Be Dead transformó esa paradoja en una consigna existencial: “Prefiero estar muerto antes que vivir bajo tus valores sociales”, gritó, y la frase se volvió un eco colectivo que parecía salir de cada garganta del lugar.

En Blood Red, la rabia se volvió material: el bajo de Flagge marcó el pulso sanguíneo de un cuerpo colectivo, las guitarras respiraron, el público latió. Liberation Frequency fue una afirmación estética y política: “Queremos cambiar el mundo con las frecuencias que estamos enviando”, exclamó Lyxzén, y esa idea, enunciada con la convicción de quien cree en la vibración como forma de comunión, unió a la sala en un solo ritmo. Summerholidays vs. Punkroutine ironizó sobre la rebeldía institucionalizada, esa que se disfraza de inconformismo para vender un producto. La banda se burla, pero también advierte: incluso la contracultura puede ser absorbida si no mantiene el cuerpo en movimiento.

The Deadly Rhythm trajo la cita a Raining Blood de SLAYER como recordatorio de que la violencia puede tener estructura, y que el descontrol puede ser una forma de lucidez. El pogo giró en círculos perfectos, y Lyxzén declaró: “No hay revolución sin círculos —y no hay círculos sin vos”. En esa frase el público encontró una consigna: el mosh como asamblea, la fricción como lenguaje. Pump the Brakes y Beauty mantuvieron la tensión: la primera regresó al pulso del hardcore más primitivo, la segunda buscó belleza en medio del ruido, como una reflexión sobre el equilibrio entre forma y rabia. 

Life Support Addiction cerró el bloque con un pulso maquinal, metáfora de una sociedad sostenida por su propia dependencia. Entonces, el ruido se detuvo. Dennis respiró, se acercó al micrófono y habló con la serenidad de quien va a decir algo que no puede quedar sin eco.

El mundo está podrido”,afirmó, con un tono más grave que furioso, dejando que las palabras se arrastraran lentamente entre el humo y el calor.

Ustedes sienten que están solos, que no saben qué lucha dar”. La frase quedó suspendida en el aire unos segundos, y fue entonces cuando el público, sin señal alguna, estalló en un cántico espontáneo que partió desde el fondo y se expandió como una ola: “¡Milei basura, vos sos la dictadura!

El rugido colectivo interrumpió el discurso y lo completó al mismo tiempo: fue la traducción inmediata de esa sensación de desamparo que Lyxzén acababa de nombrar. No fue una consigna aislada ni una provocación, sino la manifestación más tangible de cómo el mensaje de Refused —su crítica al capitalismo voraz, su denuncia del autoritarismo disfrazado de libertad— se encarnaba en la realidad concreta del país. Dennis sonrió con una mezcla de sorpresa y comprensión, dejó que el coro se apagara por sí mismo, y cuando el silencio regresó, retomó su idea con la naturalidad de quien sabe que la rabia también es una forma de diálogo: “La noticia es que no lo estamos. El capitalismo es voraz y no acepta que el ser humano viva con angustia y desánimo, aunque sea precisamente eso lo que genera. Quiero vivir en un mundo donde uno levante al otro y que le importe”.

En ese momento, el límite entre escenario y público desapareció del todo: las palabras y los gritos pertenecían a una misma voz. Lo que había comenzado como un concierto se había convertido en una asamblea.

Malfire comenzó como si naciera de esas palabras, con la línea que define el estado emocional del siglo: “There’s a war going on inside your head”. La guerra, sugiere Lyxzén, ya no está afuera sino adentro, y resistir es mantenerse sensible en un mundo que premia la anestesia. Refused Are Fucking Dead retomó la idea de la muerte como resistencia. Morir, en su caso, no es desaparecer: es renacer sin rendirse al mercado. Worms of the Senses / Faculties of the Skull llevó esa lucha hacia el interior: “La única libertad real es la libertad del corazón”, recitó Dennis, y por un instante el ruido se transformó en meditación.

Antes de Elektra, el discurso volvió con más claridad que nunca. “La ‘Democracia’ en que vivimos -dijo Lyxzén- nos obliga a ponernos del lado de los fascistas o nos acusa de terroristas. Lo cierto es que mientras tanto hay un genocidio”. En el escenario colgaban dos banderas palestinas: una del amplificador de bajo, otra del micrófono. “Hay que romper con esto”, continuó.

“Hay que hablar con el otro, comunicarse realmente con el que tenés al lado. Hay que organizarse y pelear”. No hubo histrionismo, sólo verdad. Fue el momento en que la palabra se volvió acción, en que la música se despojó de toda alegoría para hablar del presente.

Elektra explotó como consecuencia de ese discurso. “Nothing has changed — the time has come”, gritó Dennis, y el público respondió con la convicción de quien entiende que actuar no depende de la victoria, sino de la necesidad. New Noise fue el clímax emocional, la pregunta que atraviesa toda la obra del grupo: “Can I scream?” El rugido colectivo que siguió fue una afirmación: sí, todavía podemos gritar. Todavía hay algo por lo que vale la pena hacerlo.

El bis —It’s Not O.K…Coup d’État y REV001— cerró la noche como una trilogía del presente: la constatación del malestar, la urgencia de la acción, la continuidad de la revuelta. Pero la interacción entre banda y público fue tan intensa, tan física y emocionalmente sostenida, que la banda, lejos de seguir el libreto habitual, decidió sumaruna canción extra, como un gesto de gratitud y rendición ante esa energía que los envolvía. No estaba en la lista, no formaba parte del plan, pero fue inevitable: Refused respondió con música a la demanda de comunión que la sala generó. El pogo volvió a encenderse como si todo el show hubiese empezado otra vez, y ese último estallido —imprevisto, espontáneo, necesario— selló el vínculo entre los suecos y el público argentino con la intensidad de un pacto sin palabras.

Cuando el último acorde se apagó, Uniclub quedó sumido en un silencio espeso. Nadie habló, nadie sonrió del todo: el agotamiento era físico y moral, una mezcla de comprensión y desahogo. Refused no ofreció un recital: ofreció una experiencia de pensamiento corporal, una misa laica donde el ruido fue palabra y el pogo, comunión. Dennis Lyxzén se despidió abrazando a la gente, no como estrella sino como militante de una misma causa: la de seguir vivos, sensibles y conscientes. Esa noche en Buenos Aires, el punk volvió a ser una herramienta de pensamiento, una ética y un espejo. Y en el reflejo quedó la certeza de que la revolución todavía tiene forma, todavía tiene sonido, y todavía —contra toda lógica— tiene esperanza.

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Publicado el 6 noviembre, 2025

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